lunes, 10 de septiembre de 2012

LA PRIMERA ENFERMA DE ALZHEIMER

-al menos he leído dos veces el libro "678 monjas y un científico"; la primera cuando cayó en mis manos , la segunda dando un curso de memoria a un grupo de amigas-
-ahora lo leo de nuevo, intentando resumirlo-
-me da la impresión que el doctor Snowdon, cuando inició el estudio sobre el envejecimiento cerebral, no tenía intención de investigar sobre la enfermedad de Alzheimer; fue cuando, en un congreso, se encontró con el doctor Mortimer cuando su estudio dió el giro-
-el cerebro envejece y hay muchas formas de manifestar ese envejecimiento; si el deterioro da lugar a una demencia, no tiene necesariamente que ser por la enfermedad de Alzheimer (hay muchas demencias seniles..)-

  Pero ya que he encontrado información interesante, voy a copiártela, María:

El 13 de noviembre de 1906 era sábado. En Tubinga comenzaba la 37ª Reunión de Psiquiatras del Suroeste de Alemania. Se junta lo mejor de la psiquiatría germánica, que, en aquel momento, es como decir de la psiquiatría mundial. Cerca de una docena de patologías, síndromes, métodos...citados en manuales de hoy toman su nombre del apellido de los 88 asistentes.

Se dispone a tomar la palabra el segundo conferenciante, Alois Alzheimer, promocionado nueve días antes a jefe clínico del Hospital Clínico Psiquiátrico de Múnich.
Es un señor alto, 1,80 de estatura. Una cicatriz, consecuencia de una herida en una competición de esgrima en la juventud, recorre su mejilla izquierda.
Viudo, 42 años, tres hijos, muy rico. Tanto que ha estado trabajando años en Múnich sin sueldo.

Lleva seis meses estudiando  el cerebro de una paciente a la que había tratado años atrás. En él había visto un gran número  de llamativas fibrillas, extraña alteración de las neuronas. Cree que es un proceso patológico "muy particular", quizá una enfermedad no identificada. 

Preside la sesión el psiquiatra Alfred F. Hache. Alzheimer comienza su exposición. La acompaña con cuatro diapositivas muy elaboradas, en ellas muestra los extraños ovillos neurofibrilares. Pero nadie dice nada.

Hoche agradece su exposición y da paso a ruegos y preguntas. Nada. Hoche insiste. Más nada. Así que introduce la siguiente conferencia. 

Posiblemente hoy no hay enfermedad con nombre de médico más conocida que el alzheimer; pero la intervención en la que su descubridor dió a conocer su hallazgo, en Tubinga, sólo mereció 28 palabras en el periódico del día siguiente. 
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Alois Alzheimer había conocido a Auguste D., la paciente en cuyo cerebro vio las citadas fibrillas en 1901.
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Desde hacía 13 años era uno de los psiquiatras de la Institución para Enfermos Mentales y Epilépticos de Francfort, conocido en la ciudad como el Palacio de los Locos.
A los 37 años ya se había hecho un nombre en el campo de la psiquiatría y era una autoridad en materia de parálisis progresiva.

Su reconocimiento como experto en esa patología, le había permitido conocer a su esposa, Cecilie Wallerstein, tras haber tratado a su primer marido, un comerciante de diamantes. Es una mujer extraordinariamente rica. Alzheimer, que nunca había pasado estrecheces (su padre era notario), no tendrá que volver a preocuparse del dinero.
Cecilie, sin embargo, murió joven, sólo siete años después de su matrimonio con Alzheimer. Según Konrad y Ulrike Maurer, autores de la más exhaustiva biografía publicada sobre el científico alemán, "fueron siete años de tan féliz matrimonio que el médico no quiso vover a casarse".
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Habían transcurrido nueve meses del entierro de Cecilie cuando, el 25 de noviembre de 1901, ingresó en la Institución una mujer de 51 años. Muy delgada, pelo largo y negro, manos grandes. Su nombre es Auguste. Trabajadora, ordenada, "bastante llevadera", en palabras de su marido, funcionario de de ferrocarriles, hasta que un día le acusó, sin fundamento, de salir con una vecina. A partir de entonces empezó a perder la memoria, a equivocarse cocinando, a deambular . Aporreaba puertas, escondía objetos.

Alzheimer la interrogó al día siguiente de su ingreso; sólo pretende hacerse una idea de los ingresos del día anterior, pero la historia clínica de esa enferma le sigue rondando. Hay algo especial en Auguste, Alzheimer lo intuye.
La visita a diario. Observa su progresivo deterioro.
Auguste comienza a gritar, no concilia el sueño, despierta a los otros enfermos... El tratamiento con baños de agua a 34 grados no parece muy eficaz.
Pero Alzheimer se involucra en el caso hasta lo personal. Cuando en 1903, deja la institución, camino de Múnich, encarga que le vayan informando de su evolución.
Así, en sucesivas cartas y llamadas va sabiendo que su paciente empeora... Pierde mucho peso. Semanas antes de morir pesa 37 kilos; a su muerte 34.

Alzheimer recibe la llamada que le informa de la muerte de Auguste el 9 de abril de 1906, cuatro años y medio después de su ingreso. Pide que le envíen a Múnich su historia clínica y su cerebro y se pone a trabajar con dos colaboradores.

A pesar de la fría acogida de su conferencia en Tubinga, Alzheimer publicó su contenido. No se queda ahí e investiga más casos.  Tres años después en julio de 1910, Emil Kraepel, considerado el padre de la psiquiatría moderna , emplea en su "Manual de psiquiatría" el término -enfermedad  de Alzheimer- por primera vez en la historia.

Será en la segunda mitad del siglo XX cuando verdaderamente despegue la investigación sobre el alzheimer. A mediados de los años 60 investigadores británicos primero y norteamericanos después, sitúan esta enfermedad en primer plano del interés científico.
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Konrad y Ulrike  Maurer describen a Alzheimer como un hombre afable, cariñoso, entregado. Un humanista, consumado fumador de puros, que celebra un hallazgo de un colaborador dándole una vehemente palmada en la espalda.

Murió joven, a los 51 años, el 19 de diciembre de 1915, tras una larga enfermedad que le había afectado el corazón y los riñones.
Quiso irse como había vivido, sin hacer mucho ruido.
En la esquela publicada en el Schlesische Zeitung el 21 de diciembre de 1915 se podía leer:
-El entierro tendrá lugar en la intimidad familiar en Fráncfort. Se ruega abstenerse de enviar flores-
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---Victor Rodriguez, editado por El Mundo el 29 de octubre de 2006, con motivo del centenario del congreso de Tubinga- 
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